Un día especial
-¡Sácalo,
corre!- se gritaba Irene para poner fin a un mal pensamiento. Un pensamiento
que frecuentaba los desaboridos recuerdos que se filmaban a diario en su
imaginación, de esos que no sabes si sólo por el hecho de dejarlos pasear por
tu mente estás cometiendo pecado.
Solía
sentarse en un banquito que se encontraba detrás de la esquina que doblaba el parque de en
frente del restaurante que sus padres regentaban. Cada vez que se había sentido
acechada por la ansiedad, ese banco la guarecía del exterior y así,
deleitándose en su particular retiro, saboreaba territorios cuyos suelos
quedaban cimentados por tableros de ajedrez consecutivos, en una atmósfera de
tonalidades rosadas y anaranjadas, viendo a su paso esbeltos árboles de jugosas
peras, manzanas y naranjas engendradas en cristal.
Todo
era impecable y se veía impoluto… con salvedad de una finca antigua y
ruinosa que se erigía sobre un suelo terroso que evocaba a la
aridez del desierto y que Irene denominaba "la fría finca militar" pues lo
más característico eran los constantes disparos que se reproducían día a
día en su interior. Tenía tres pisos amplios y medio derruidos, en constante desvelo por la incesante actividad. Para poder cruzar al siguiente destino, Irene debía subir hasta la azotea, aunque no le resultaba un logro
dificultoso pues lo conseguía gracias a su pericia, conquistando
los tres pisos sin ser vista por los aguerridos soldados que libraban sus
luchas y atentaban contra cualquier movimiento a ciegas que aún pudiera
sobrevivir a tal batalla campal.
No
obstante, a ella le encantaba sentirse intrépida y valiente notando sus
aceleradas pulsaciones descomponerse a un ritmo desorbitado en cuestión de
segundos, y lo mejor era salir incólume del reto. Lo comparaba con
el juego del pañuelo cuando lo coges y sales corriendo sin que te atrapen
y una vez más, alcanzaba la línea amiga con su tesoro en mano, así
pues, saltaba desde la azotea para caer en un jardín enorme, en cuyo centro se exhibía una grandilocuente fuente elaborada con piedra y
diamantes desde la que manaba un agua clara y cristalina que fluía
con elegante naturalidad. Allí solía tumbarse durante largo rato para
descansar dada su actividad anterior y proseguir sus andanzas por un pueblecito
de cal empedregado con estrechas cuestecitas y rampas que exploraba
con una bicicleta, sorteando los pocos obstáculos que pudiesen existir, ya
que las calles eran bastante minimalistas.
En
aquel pueblecito el sol era una constante que hacía refulgir las blancas
paredes calcáreas; cercano a éste, se podía intuir un inmenso mar azul
puro, capricho otorgado por el claro cielo que acogía a los lugareños del
pueblo de cal. Para Irene era una gozada sentir la brisa acariciándole
las mejillas y ondeando sus cabellos.
Acabada
su ruta, se adentraba en un colegio cercano fuera de las fronteras del
pueblecito y bebía agua fresca de una fuente que tenía tres grifos cuyas
cabezas quedaban decoradas por unas hojitas verdes que les daba un toque distintivo. Tras beber, giraba la esquina del colegio y siempre se daba de frente
con un enorme portón de madera pesada que no dejaba de sorprenderla, llegando
al patio de su casa a través de la mirilla de aquel portón, eternamente
esperanzada por la llegada de un nuevo día que la devolviese a los suelos de
ajedrez, la finca militar, el pueblecito de cal, el colegio y un sinfín de
lugares que por ahora desconocía pero que sabía que algún día descubriría. Para
ello, debía ser rápida en su recorrido y lograr que ese portón no coartase su
meta.
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